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Como mencioné antes, llegué a un escenario de mucha transformación y dolor. No sólo en mi país, sino también en mi familia. Recuerdo en mi infancia momentos de mucho gozo y felicidad. Mi hogar tenía ese olor particular a suavizante de ropa que se conserva hasta el día de hoy, pero en mi infancia se mezclaba con olor a tabaco. Mi padre era fumador, y el olor a cigarrillo, mezclado con perfume, era moneda corriente. Vivíamos en un doceavo piso luminoso en un departamento en el barrio de Recoleta, en dónde, con mi hermano Manuel, dejamos huellas de nuestros pies en cuantas paredes encontrábamos. Recuerdo momentos de muchas risas, de encuentro y de armonía. Sin embargo, intempestivamente, “algo” podría arruinar esos momentos de júbilo. Esas tempestades eran causadas por fuertes discusiones entre mis padres, que implicaban gritos, agresiones verbales por parte de mi padre y llantos de dolor de mi madre. Y era allí cuando el miedo se apoderaba de mí. Sólo podía permanecer del otro lado de la puerta, escuchar inmóvil y vislumbrar un futuro incierto. Mi padre amenazaba a los gritos a mi madre, que dejaría mi casa, que la abandonaría. Yo, lloraba. Me sentía desprotegida. Buscaba consuelo, pero nadie podía dármelo. Mi mamá, lloraba también como una niña, rogando el perdón. Ella no podía consolarme y yo necesitaba un abrazo, que me contuvieran. Mi hermano se encerraba en su habitación a escuchar música a todo volumen para ensordecer esos gritos. Me sentía muy sola. Para anestesiar esa soledad, mi yo de ese momento buscaba aterrizar en un nuevo clan, en una nueva tribu que pudiera hacer de “suelo firme”, para poder crecer. Mi primer clan fueron mis abuelos, principalmente mi abuela paterna, que aparecía mágicamente en esos días de oscuridad, y me brindaba ese calor de hogar que yo necesitaba. Me consolaba, o me distraía, enseñándome a coser vestidos para mis muñecas.

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