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Mi ser adolescente
Cuando tenía quince años, comencé a tomar clases de baile contemporáneo en un instituto. Siempre me gustó bailar. La primera clase, recuerdo haber entrado al salón, vestida con unos joggins grises rectos y una remera blanca. Sin zapatillas, dado que sabia que la danza contemporánea se bailaba descalza. Timida, miedosa pero entusiasmada, me sente al fondo del salón y espere a que la clase comenzara. Y de a una fueron llegando mis compañeras. Cada una vistiendo un look muy “canchero y cool”. Remeras de colores, zapatillas especiales, propias para el tipo de danza que tomábamos. Algunas de ellas se movían y hablaban muy sueltas. Se podía detectar fácilmente quiénes eran las líderes del grupo (aquellas que bailaban al lado de la profesora, en primera fila, y a quienes todas seguíamos y copiabamos). Y es en ese momento en donde se enciende el “radar”. Hacia allí yo iría. Durante las clases siguientes, las observaba, mientras me mimetizaba con su forma de caminar, vestirse, hablar. De vez en cuando, las observaba más de cerca, buscando que me miraran, que se rieran conmigo. Me reía de sus chistes, compartía mi botella de agua, o me quedaba más tiempo en el vestuario, mientras ellas buscaban sus bolsos. Y así de a poco, cada una me iba saludando, yo sintiéndome más segura en mis pasos de baile, acercándome cada vez más a la primera fila. Pero no sólo busqué que ellas me “fagocitaran” en su subgrupo, sino que también buscaba ser aprobada por la profesora, quien, cuando veía que te destacabas, te pedía que vayas fueras al frente para que el resto te copiara. Me esforce días y días, horas y horas de práctica, vi videos, practiqué frente al espejo, para poder llegar ahí. Ser una de las “mejores” y formar parte del grupo que mejor baila bailaba, me garantizaba que nadie me iría a correr de ese lugar. “Si no estás conmigo, eres mi enemigo” (Brené Brown, 2017).