Читать книгу Los que susurran bajo la tierra онлайн

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–Mi padre fue un hombre práctico; un hombre que concebía el trabajo como el fundamento de la vida. Y nuestra familia fue su trabajo más perfecto –dijo esto último mirando con dulzura a sus hijos–. Mi padre fue consciente de que el legado es más trascendental que el amor, y luchó toda su vida para hacer valer esta idea. Por eso dedicó sus últimos días a la Patria. Es mi misión hacer prevalecer ese legado, para que mis hijos, y todos los hijos de Chile, puedan concebir un futuro próspero, sin la escoria marxista amenazando el patrimonio de la nación–. El General la observaba anonadado y doña Lucía dejó escapar forzosamente un par de lágrimas. María Gracia suspiró y luego remató diciendo que el nombre de Leonidas Leyton se estamparía en la historia. Su mirada se fijó en el presidente, consciente de que la formidable fortuna que ahora heredaba haría bailar a cualquier dictador.

Los asistentes vitorearon mientras el padre Giuseppe ordenaba sus ideas para hablar. Era la primera vez que se dirigiría a los altos mandos del país. Ensayó ese momento desde que María Gracia le comunicó su deseo de que él oficiara la misa para el funeral de su padre. Un inusitado terror lo invadió, quizás como consecuencia del estrés por ayudar a la Carmencita a limpiar las huellas ensangrentadas que dejó el monstruo aquella noche. Si bien había cumplido las tareas encomendadas por el padre Casablanca al pie de la letra, le fue imposible ocultar su repugnancia. Sabía que la Carmencita sospechaba de su debilidad y esa mujer, con su cándida sonrisa y mirada inquisitiva, le producía todavía más pavor que María Gracia. Pero se aferraba a la idea de que Dios lo ponía a prueba con esas atrocidades; lo que él hacía en las sombras de la Casa Roja era una cruzada contra el Demonio, y los privilegios de los que ahora gozaba era el santo premio por su entrega. En ese momento retumbaban en sus oídos las súplicas de aquellos infelices aglutinados en la oscuridad húmeda que habían vendido su alma a Satanás. Habló de la Resurrección, del sacrificio de Cristo, intentó enlazar las palabras de María Gracia con la intachable vida de Leonidas y su susodicho legado, pero su discurso sonaba errático y poco convincente; «las voces» alojadas en su cabeza lo interrumpían tenazmente. El presidente dormitaba, doña Lucía intercambiaba miradas con otras esposas de los altos mandos. Celeste empezó a gimotear porque quería ir al baño. Giuseppe no tuvo más remedio que anticipar la oración para terminar con el calvario.

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