Читать книгу Los que susurran bajo la tierra онлайн

17 страница из 19

–La mamá quiere que le repartan a la gente estas tarjetitas –les dijo dulcemente.

–¿Qué son? –preguntó Celeste entusiasmada.

–Son regalitos para las personas que acompañan hoy a la familia –respondió Carmencita acariciando la cabellera lisa y rubia de la niña–. Ahora sean buenos y háganlo antes de que empiece la misa.

Raimundo asintió en silencio y Celeste se apresuró a obedecer con una gran sonrisa creyendo que la tarea era un juego más, una competencia con su hermano para ver quién terminaba primero. En la tarjeta aparecía la imagen impresa en relieve de San Antonio de Padua sosteniendo en sus brazos al niño Jesús (el santo predilecto de doña Catalina), y al reverso podía leerse la inscripción en letras góticas: Leonidas Leyton Montenegro. Querido padre, abuelo y amigo, quien goza ahora de la santa gloria de Dios.

Después de repartir las tarjetas a los asistentes, los niños volvieron al lado de la Carmencita frente al ataúd. María Gracia subió al altar para dirigirse a los concurrentes; sacó un trozo de papel y lo dispuso en el podio de madera de fresno que hizo construir especialmente para la ocasión. Traía puesto un elegante vestido negro con raíces bordadas que parecía adherirse a los finos contornos de su cuerpo. Su pulcra cabellera de tonos castaños se extendía hasta sus hombros; su rostro sutilmente demacrado irradiaba entereza y desolación al mismo tiempo. Desde la muerte de don Leonidas, María Gracia no había hablado con los niños ni con su marido; él, consciente del estrecho lazo que su mujer mantenía con su padre, se limitó a acompañarla en silencio.

Правообладателям