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El funeral fue multitudinario. La capilla de piedra abarcaba apenas unos doscientos metros cuadrados de superficie, por lo que pudo albergar solo a una cuarta parte de los asistentes al sepelio. En la primera fila se encontraba María Gracia, hija única del matrimonio Leyton Callejas; su marido, Edmundo de la Cruz; el presidente de la República, Augusto Pinochet, y su esposa, Lucía Hiriart.

Los niños estaban sentados junto a la Carmencita también frente al ataúd. Celeste traía puesto un vestido negro con florecitas grises de encaje y Raimundo sencillamente una camisa blanca y unos pantalones oscuros. Carmen se había encargado de vestirlos, y también la noche anterior de darles la triste noticia. María Gracia insistió en amortajar ella misma a su padre, por lo que pidió estar sola en la habitación junto al cadáver hasta terminar el proceso. Nadie la vio derramar alguna lágrima.

Raimundo estaba inquieto, no dejaba de pensar en la visita nocturna del monstruo. Después de su experiencia se había negado a entrar a la capilla de piedra, ni siquiera para volver a cerrar el postigo por donde se había escapado esa abominación. ¿Qué más daba? El monstruo era ya un fugitivo y no podía huir de él. ¿Por qué no se lo había llevado? Pudo haberlo hecho fácilmente. Estaba prácticamente indefenso, paralizado, pero en vez de eso le dio las gracias y, además, ¿cómo había llegado ahí sin que nadie lo viera? Quizás Carmencita y el padre Giuseppe tenían razón: «una pesadilla muy vívida». Sin embargo, las voces sí fueron reales, también el olor y la llave en la cerradura. No quiso deshacerse en explicaciones sobre esos detalles, sabía que lo regañarían, el abuelo estaba muriendo y mamá no tenía tiempo para tonteras de cabro chico. Por lo tanto, se resignó a una nueva visita del monstruo; lo esperó despierto sentado en la cama observando las tinieblas que se reunían en la habitación, escuchando la respiración cadenciosa de Celeste. Pero el monstruo nunca llegó.

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