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Cuando el niño entró en la capilla ardiente para despedirse de su abuelo (su madre no se lo permitió en la agonía) no escuchó ninguna voz proveniente del abismo; el silencio solemne dominaba el lugar, interrumpido de repente por el murmullo de los asistentes o el minúsculo crepitar de los cirios consumiéndose. Al acercarse Celeste y él al ataúd, vieron al abuelo descansando casi alegre. Sus facciones eran armoniosas, sus ojos cerrados simulaban un sueño plácido y sus labios sugerían una sonrisa a punto de brotar. Celeste quiso tocarle el rostro, pero la Carmencita apartó su manito con cuidado, le susurró al oído que ahora el abuelo descansaba en el cielo, entonces la niña le lanzó un beso a la distancia y sonrió. Raimundo lo observó con cierta decepción, creía que los muertos daban miedo, pero lo que contemplaba ahí era una estampa habitual de don Leonidas durmiendo con su mejor traje. María Gracia observaba a sus hijos en silencio desde su asiento; Edmundo, agotado por el largo viaje desde Washington junto a la comitiva presidencial, le agarraba la mano con dulzura. Carmencita, respondiendo a una seña de su patrona, tomó unos canastos con unas tarjetitas de oración y se las pasó a los niños.

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