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¡Qué interesante! En ese salón había, probablemente, centenares de médicos participando de las conferencias, pero el intérprete estaba traduciendo para uno de ellos en particular. ¡Ese es el auditorio de una persona!

Cuando leí esta experiencia, recordé una declaración del libro El Deseado de todas las gentes según la que, mientras el Señor hablaba, “vigilaba con profundo fervor los cambios que se veían en los rostros de sus oyentes”. Cuando los que escuchaban se interesaban en lo que él decía, este hecho le causaba “gran satisfacción” (p. 220).

Sea que hablara a individuos o a muchedumbres, el Señor Jesús veía rostros. Su interés se concentraba en las personas: sus luchas, sus tristezas, sus pruebas. Y su mayor gozo se producía cuando comprobaba que sus palabras, cual bálsamo sanador, traían alivio a sus quebrantados corazones. Esta es la razón por la cual nuestro texto de hoy declara que nadie habló jamás como él. ¡Es que nadie amó como él!

Saber que, aunque son millones las personas que habitan en este planeta, Jesús se interesa personalmente en ti, ¿no crees que debería ser motivo para alabarlo hoy como el Salvador maravilloso que él es?

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