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La respuesta nos la da el escritor de Hebreos, cuando dice que “por la fe [Moisés] dejó Egipto, no temiendo la ira del rey, porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Heb. 11:27). Dicho de otra manera, su grandeza fue el resultado de su comunión con Dios. Una comunión tan íntima que, como bien lo señala nuestro texto de hoy, el Señor hablaba con Moisés sin intermediarios.
¿Por qué disfrutó Moisés de ese honor tan grande? Porque la presencia de Dios era para Moisés algo así como el oxígeno que respiraba. Así lo afirma Elena de White, cuando escribe que Moisés “no miraba solamente al futuro lejano esperando que Cristo se manifestase en la carne, sino que veía a Cristo acompañando de una manera especial a los hijos de Israel en todos sus viajes. Dios era real para él, siempre presente en sus pensamientos” (Testimonios para la iglesia, t. 5, 1971, p. 612). Un ejemplo ilustrativo de esta realidad lo encontramos poco después de haberse producido la apostasía en Horeb, cuando el pueblo adoró al becerro de oro. El Señor dijo entonces a Moisés: “Subirás a la tierra que fluye leche y miel, pero yo no subiré en medio de ti, pues eres pueblo de dura cerviz, no sea que te consuma en el camino” (Éxo. 33:3, RVR60). En lugar de su presencia, Dios enviaría a un ángel para acompañar al pueblo. ¿Cuál fue la respuesta de Moisés al Señor? “Si tu presencia no ha de acompañarnos, no nos saques de aquí” (vers. 15).