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No pocas veces los iluminados pueden parecer desalmados, pero no lo son. Viven en el corazón y su mente está unida a la verdad, por lo tanto han abandonado la locura, si es que han estado en ella alguna vez. No caen en la sensiblería del ego que se presenta como sensible cuando es puro juego de emociones desconectadas de la verdad. No lloran por lo que no tiene sentido llorar. No ríen por aquello que no le causa ninguna gracia a la santidad, desde donde toda gracia procede. Son reales. No actúan. Viven pensando en Dios.

El camino de ser Cristo ahora y siempre es en realidad el camino de la verdad en la que fuiste creado. Una vez que reconoces esto, no con el intelecto, sino en espíritu y verdad, no puedes desear nada que esté por debajo de Dios. Lo alto no convive con lo bajo, del mismo modo en que el cielo no toca lo que está debajo del mar. De tal manera que los iluminados son quienes han aprendido a vivir con los pies en la tierra y los ojos en el cielo. No se contaminan porque viven en la pureza eterna de su ser. De sus bocas solo salen palabras de vida eterna. De sus obras, frutos de santidad. No buscan agradar porque saben que eso es imposible. Solo son la expresión viva de Dios.

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