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Es verdad, Dios mantiene al demonio encadenado, no me cabe la menor duda, pues muy claro tengo ser yo la encarnación de Satanás o al menos eso es lo que dicen de mí algunos hombres hipócritas, inquisidores obsesionados como Núñez de Miranda, mi confesor, el que me colocó estas cadenas, pues fue por sus amenazas e insistencias disfrazadas de recomendaciones que me obligué a tomar los hábitos.

¡Qué gran estrategia la del santo Núñez! Pero más astuta fue mi respuesta ante aquel ataque al aprovecharme de la situación: siendo yo esposa de Cristo ¿quién pondría en tela de juicio mi pulcritud, mi devoción, mi feminidad?

¡Ah!, estúpido Núñez de Miranda que pensando causarme el peor de los daños, me hizo el más grande de los bienes. A partir de aquel momento el demonio se instaló cómodamente en la casa de Dios como su huésped de honor. Así fue como me decidí a ser monja. Para siempre la esposa de Cristo y por siempre la amante del diablo. Tu amante, Lisy.

Cómo olvidar mi paso como novicia en el convento de San José de la orden carmelita, la más cruel de todas las órdenes religiosas. Teresa de Ávila —una monja llena de represión sexual, reconocida como la autora de las más sublimes obras místicas, como nunca las hubo ni las habrá se había encargado de hacer la vida aun más severa dentro de esta orden.

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