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A esas malditas reglas e imposiciones se le sumaban muchas más. Pan y agua por la mañana. ¿Convites y meriendas? ¡Pecado! En el convento de San José no conocen de esas cosas, ni el sabor ni el color. Verduras para la comida y otra porción de pan al anochecer, pero solamente cuando el cuerpo en verdad lo demandara, pues se podía cometer pecado de gula si se sucumbía ante el lujo de cenar.

¡Ay, Teresa, santa Teresa! Nunca comprendió que fue el apetito sexual el que la volvió loca y no el que le demandaba el cuerpo para nutrirse.

Una lista de imposiciones soportaba yo con resignación, pero hubo una, la más dañina, que al igual que a la santa me traspasó el corazón: tenía prohibido escribir y leer letras profanas; versos y sonetos ¡revelaciones del demonio!

Todas en ese convento eran falsas, unas ignorantes que solo vivían para degradar su cuerpo y degenerar sus mentes con manifestaciones divinas, creyendo que así serían del agrado de su esposo místico. Esto fue lo último, no pude soportar más y caí gravemente enferma. Se hizo necesario sacarme de ahí.

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