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Estos dos reprimidos santos reformaron las leyes del Carmelo imponiendo un sinnúmero de castigos y crueles penitencias que, según ellos, agradaban a su Señor. Cosas como andar con los pies descalzos; dormir sobre una losa con troncos por almohadas; o en una celda fría, húmeda y oscura cuya única decoración consistía en un cráneo que estaba presente en todo momento: en los retablos, en las pinturas, en las esculturas, en el altar mayor de la capilla. Estaba presente para recordarnos que somos cadáver, polvo, sombra, y que al final nada de lo que hagamos valdrá la pena. ¡Cuánto odié que se me torturara constantemente con ese absurdo! Por ello es por lo que, en este retrato, mi retrato, no aparece el cráneo sobre la mesa como dicta la costumbre. No lo quiero. Yo no creo en la muerte ¡Yo no estoy muerta! Y si me consideras una loca, mírame, tócame, contémplame una vez más, amada Lisy, y comprueba aquello que afirmamos los poetas cuando decimos que el amor va más allá de la muerte. Tócame, siente el calor de mi cuerpo, el latir de mi corazón, y dime ¿Te parece que estoy muerta?

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