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Ciccio quedó tan impávido que se desdibujó su sonrisa, sintió que las piernas no le respondían, y su mente no podía terminar de entender que estaba cara a cara con la muerte. Con la misma muerte que otros querían evitar a cualquier precio. Sin pensarlo, su asombro se transformó en miedo. Sus sueños se desvanecían ante la brutalidad de la realidad. Ciccio perdió su aire juvenil y desinhibido.

La columna ya había disminuido su marcha y empezaba a concentrarse en un sitio a la espera de su destino final en la línea de combate, mientras la retaguardia se detenía.

La llovizna había cesado, el estruendo de la artillería parecía ir mermando, en paralelo a los sueños de gloria del joven siciliano.

Habían pasado apenas diez minutos y Ciccio no conseguía aún recomponerse. Por un instante, sintió que las fuerzas lo abandonaban y las piernas se negaban a sostenerlo.

En ese momento de vacilación, sintió la mano amiga de Luigi posarse en su hombro. Le dijo: “Felicitaciones Ciccio, eres el primer hombre en la guerra que tuvo su bautismo de fuego, sin haber disparado un tiro”.

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