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A medida que avanzaba, el convoy mantenía la velocidad inicial aunque tampoco disminuía su ritmo. Luego de casi 12 kilómetros de marcha, los camiones se detuvieron y la tropa descendió rápidamente. Eran las 9 de la mañana. Las órdenes partían estridentes desde los suboficiales que debían organizar la marcha a pie de sus hombres. Se organizaron varias columnas. El panorama era absolutamente sombrío. El cielo, oscurecido con negros nubarrones, empezó a poblarse de un color rojizo, donde se reflejaban, como relámpagos, los destellos del fuego de artillería de los dos ejércitos. Al poco de comenzar la marcha, Ciccio percibió que el barro dificultaba su andar.

A veces seguían un camino y, en otras, debían cruzar a campo traviesa, empapados por una persistente llovizna.

Atento a las rigurosas órdenes que impartían sus superiores, Ciccio se empeñaba en recordar las instrucciones recibidas en su adiestramiento militar. Habían sido dos semanas, más llenas de sorpresas y de acontecimientos nuevos que instrucciones militares. Sin embargo, recordaba que, antes de que avance la infantería, se llevaba a cabo un trabajo previo de reconocimiento del terreno, por parte del arma de caballería, aun cuando no habían arribado a la línea de la retaguardia italiana, donde debían incorporarse como refuerzos.

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