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El clima había cambiado. El gris plomizo de un cielo lleno de nubes y una fina llovizna que los obligaba a desplegar la capa de lluvia, habían reemplazado al sol resplandeciente del día anterior. El ronquido brusco de los camiones de transporte era un presagio de la inminencia de la partida. Las compuertas de los vehículos comenzaron a abrirse al compás del lúgubre chirrido de sus metálicos goznes, cual una garganta gigantesca y diabólica que invitaba a un paseo sin retorno.

Impartida la orden de abordaje de los vehículos, se desvanecía la posibilidad de renunciar a un destino inexorable. Con todos arriba, el convoy en formación comenzó a desplazarse lentamente, esquivando los baches de un terreno que comenzaba a hundirse en el fango. A su lado no estaba Luigi quien había abordado otro vehículo. Ciccio se sentía solo, desprotegido y en medio de reclutas mayores que él, siempre molestos por la presencia de un soldado voluntario.

Algunos de sus ocasionales acompañantes llevaban algún tiempo combatiendo. Retornaban de una breve licencia, o bien eran soldados o suboficiales que provenían de otros lugares del extenso frente italiano y que estaban destinados a reforzar esas posiciones.

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