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Luigi también se sentía más estimulado, pues reconocía su preocupación por Ciccio y no ocultaba su voluntad de protegerlo.

Animadamente comenzaron a marchar juntos. Sin percibirlo, se encontraban a la cabeza de su columna.

A medida que avanzaban hacia el frente de batalla, el ambiente se transformaba. Cobraba fuerza el resplandor provocado por la artillería que se descargaba sin piedad sobre los soldados ubicados en las líneas de vanguardia. El olor y el humo de los explosivos, empujados por el viento, producían extrañas y nuevas sensaciones.

Con ambas manos apretadas en torno a su fusil, Ciccio continuaba caminando rumbo a su destino. Su euforia inicial se desdibujaba lentamente, dando paso al asombro y la cautela.

En un recodo del camino, de pronto, tropezaron con un soldado que, con su fusil en los brazos, se hallaba sentado en el piso, recostado sobre una piedra de gran tamaño, mientras parecía dormir. Ciccio bromeó, preguntándose en voz alta: “¿qué hace éste, durmiendo tranquilamente mientras nosotros estamos marchando?” Un soldado que caminaba unos metros adelante, y con dos años de lucha en sus espaldas, como respuesta a la ingenuidad de Ciccio, solamente optó por levantar levemente el borde de su casco, al tiempo que sobre su rostro se trazó la señal de la Cruz. Luego, giró la cabeza hacia Ciccio y, mirándolo de soslayo, le espetó: “Qué dices, ¿no ves que está muerto?”.

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