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A lo largo del camino, era común cruzarse con hombres que retornaban del frente de batalla. Algunos estaban heridos y otros lucían desorientados y angustiados. Provenían de las trincheras italianas y eran los soldados que ellos debían substituir. Otros, formaban parte de las patrullas que venían de realizar tareas de reconocimiento.
Algunos convoyes, con vagones descubiertos, transportaban repletos, varios pertrechos de guerra y equipamiento militar, prestando un inestimable servicio a la movilización.
Ciccio pensaba que los soldados, que retornaban con alivio, debían haber sentido la misma euforia y orgullo que poseían ellos cuando comenzaron la marcha. Esos hombres, de repente, se transformaron en el espejo de una ignota situación que los esperaba.
La séptima Compañía contaba con 250 hombres comandados por un capitán, a quien le secundaban un teniente y dos suboficiales. Una columna detuvo su marcha y otras dos se fusionaron y retomaron su andar fuera del camino. Luego de ese movimiento, Ciccio percibió la voz de quien marchaba a su derecha. Era Luigi que, altivo y tranquilo, parecía un soldado con experiencia. La alegría que le invadió sirvió para tranquilizarlo. Su andar pasó a ser más decidido y animado. Retomaba la confianza que el temor inicial le había robado.