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La tarde había hecho que me sintiera irresponsable y feliz, y creo que, conforme entraba en mi casa, me sumergí en un sueño profundo. Así que no sé si Gatsby fue o no fue a Caney Island. O cuántas horas pasó «echándoles un vistazo a algunas habitaciones» mientras su casa fulguraba con ostentación. A la mañana siguiente llamé a Daisy desde la oficina y la invité a tomar el té.

—No traigas a Tom.

—¿Cómo?

—Que no traigas a Tom.

—¿Quién es Tom? —preguntó inocentemente.

El día convenido diluviaba. A las once un hombre con impermeable que arrastraba un cortacésped llamó a la puerta y me dijo que mister Gatsby lo mandaba a cortar la hierba. Eso me recordó que había olvidado decirle a mi asistenta finlandesa que viniera, así que fui en el coche a West Egg Village, a buscarla, por callejones blanqueados y empapados, y a comprar tazas, limones y flores.

Las flores no fueron necesarias, pues a las dos llegó de parte de Gatsby un auténtico invernadero con innumerables recipientes para contenerlo. Una hora después se abrió tímidamente la puerta, y Gatsby, con un traje de franela blanca, camisa plateada y corbata de color oro, entró de repente. Estaba pálido y bajo los ojos tenía sombras que indicaban la falta de sueño.

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