Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—¿Y eso por qué?

—No vendrá nadie a tomar el té. ¡Es demasiado tarde! —miró el reloj como si su tiempo fuera requerido con urgencia en otro sitio—. No puedo esperar todo el día.

—No seas tonto; faltan dos minutos para las cuatro.

Se sentó, abatido, como si le hubiera empujado, y en ese momento se oyó el ruido de un motor que entraba en el camino de mi casa. Los dos nos pusimos en pie de un salto y yo, un poco angustiado también, salí al jardín.

Bajo los lilos desnudos y goteantes subía por el camino un gran descapotable. Se detuvo. La cara de Daisy, ladeada bajo un tricornio de color lavanda, me miró con una sonrisa extasiada y luminosa.

—¿Aquí es donde vives, amor mío?

El susurro estimulante de su voz era bajo la lluvia un tónico fortísimo. Tuve que seguir la melodía un momento, arriba y abajo, sólo con el oído, antes de captar las palabras. Una veta de pelo mojado se le pegaba a la mejilla como una pincelada azul, y tenía la mano húmeda de gotas brillantes cuando se la cogí para ayudarla a apearse del coche.

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