Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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—Volveré.
—Tengo que hablar contigo antes de que te vayas.
Me siguió a la cocina, descompuesto, cerró la puerta, y murmuró totalmente abatido:
—Dios mío.
—¿Qué pasa?
—Ha sido un error terrible —dijo, negando con la cabeza—, un error terrible, terrible.
—Te sientes violento, eso es todo —y por suerte añadí—. Daisy también se siente violenta.
—¿Se siente violenta? —repitió, incrédulo.
—Tanto como tú.
—No hables tan alto.
—Te estás portando como un niño —corté, impaciente—. No sólo eso: te estás portando como un maleducado. Ahí está Daisy, sola.
Levantó la mano para detener mis palabras, me lanzó una inolvidable mirada de reproche, y, abriendo la puerta con mucho cuidado, volvió a la otra habitación.
Yo salí por la puerta de atrás —el mismo camino que Gatsby, nervioso, había tomado media hora antes para dar la vuelta a la casa— y corrí hacia un inmenso y nudoso árbol negro cuyas hojas frondosas tejían una pantalla contra la lluvia. Otra vez diluviaba, y mi césped desigual, recién afeitado por el jardinero de Gatsby, abundaba en minúsculos pantanos enfangados y ciénagas prehistóricas. No había nada que mirar desde el pie del árbol, excepto la enorme casa de Gatsby, así que me dediqué a mirarla, como Kant el campanario de su iglesia, durante media hora. Un fabricante de cerveza la había construido al principio de la moda de la «arquitectura de época», diez años antes, y contaban que se había comprometido a pagar durante cinco años los impuestos de las casas de campo de todo el vecindario si los propietarios hacían los tejados de paja. Puede que el rechazo general disuadiera al cervecero de su plan de Fundar una Familia: inmediatamente empezó la decadencia. Sus hijos vendieron la casa cuando la corona fúnebre aún colgaba de la puerta. Los americanos, dispuestos a ser siervos e incluso impacientes por serlo, siempre se han mostrado reacios a ser gente de campo.