Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—Creía que habías heredado tu dinero.

—Y lo heredé, compañero —dijo inmediatamente—, pero perdí casi todo en el gran pánico…, el pánico de la guerra.

Pensé que no sabía muy bien lo que decía, porque cuando le pregunté a qué tipo de negocios se dedicaba, me contestó: «Eso es asunto mío», antes de darse cuenta de que no era una respuesta adecuada.

—Ah, me he metido en varias cosas —corrigió—. Me he dedicado al negocio de los drugstores y al del petróleo. Pero he dejado los dos —me miró con más atención—. ¿Quieres decir que has pensado lo que te propuse la otra noche?

Antes de que pudiera responderle, Daisy salió de la casa y dos filas de botones de latón brillaron al sol.

—¿Esa enorme casa de ahí? —exclamó, señalando con el dedo.

—¿Te gusta?

—Me encanta, pero no sé cómo puedes vivir ahí completamente solo.

—La tengo siempre llena de gente interesante, día y noche. Gente que hace cosas interesantes. Gente famosa.

En lugar de tomar el atajo de la costa bajamos a la carretera y entramos por la gran cancela. Con susurros encantadores Daisy admiró este o aquel aspecto de la silueta feudal con el cielo como fondo, admiró los jardines, el olor chispeante de los junquillos, el burbujeante olor de los espinos y de los ciruelos en flor, y el pálido olor a oro de la milamores. Era extraño llegar a la escalinata de mármol y no encontrar un revuelo de vestidos radiantes, entrando y saliendo de la casa, y sólo oír el canto de los pájaros en los árboles.

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