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Después de la casa, teníamos que ver los jardines y la piscina, el hidroplano y las flores propias del verano, pero volvía a llover, así que nos quedamos mirando desde la ventana de Gatsby las aguas onduladas del estrecho.

—Si no hubiera niebla, veríamos tu casa al otro lado de la bahía —dijo Gatsby—. Siempre tienes una luz verde que brilla toda la noche en el extremo del embarcadero.

Daisy lo cogió del brazo de pronto, pero Gatsby parecía absorto en lo que acababa de decir. Quizá se daba cuenta de que el sentido colosal de aquella luz acababa de desvanecerse para siempre. Comparado con la distancia inmensa que lo había separado de Daisy, la luz verde parecía muy cerca de ella, casi la tocaba. Parecía tan cerca como una estrella lo está de la luna. Y ahora volvía a ser una luz verde en un embarcadero. El número de objetos encantados había disminuido en uno.

Empecé a pasear por la habitación, examinando las cosas, imprecisas en la semioscuridad. Me llamó la atención la gran foto de un hombre ya mayor y vestido para navegar en yate, que colgaba de la pared, sobre el escritorio.

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