Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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Durante unos segundos no se oyó un ruido. Luego me llegó del cuarto de estar una especie de murmullo ahogado, una risa interrumpida, y la voz de Daisy, clara y artificial.

—Por supuesto que sí: me alegra muchísimo volver a verte.

Una pausa; se prolongó pavorosamente. No tenía nada que hacer en el recibidor, así que entré en la habitación.

Gatsby, con las manos todavía en los bolsillos, se había apoyado en la repisa de la chimenea, en una imitación forzada de la naturalidad absoluta, incluso del aburrimiento. La cabeza se echaba hacia atrás de tal modo que descansaba en la esfera de un difunto reloj, y desde esa postura miraba con ojos de perturbado a Daisy, asustada pero muy elegante, sentada en el filo de una silla.

—Ya nos conocíamos —murmuró Gatsby.

Me miró unos segundos, y los labios se abrieron en un fallido intento de risa.

Por suerte el reloj aprovechó ese momento para inclinarse peligrosamente bajo la presión de la cabeza de Gatsby, que se volvió y lo atrapó con dedos temblorosos para devolverlo a su sitio. Luego se sentó, rígido, con el codo en el brazo del sofá y la barbilla en la mano.

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