Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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—¿Está todo en orden? —preguntó enseguida.

—La hierba tiene una pinta estupenda, si te refieres a eso.

—¿Qué hierba? —preguntó, como perdido—. Ah, la hierba del jardín —miró por la ventana, pero, a juzgar por su expresión, no creo que viera nada—. Sí, excelente —observó, distraído—. En un periódico he leído que dejaría de llover a eso de las cuatro. Creo que era el Journal. ¿Tienes todo lo necesario para preparar…, para el té?

Lo llevé a la cocina, donde miró con cierto rechazo a la finlandesa. Juntos examinamos los doce pasteles de limón de la tienda de delicatessen.

—¿Te parecen bien?

—¡Sí, por supuesto! ¡Estupendos! —y añadió, aunque sonó a falso—… compañero.

La lluvia amainó hacia las tres y media y se convirtió en una bruma húmeda, en la que flotaba alguna que otra gota minúscula, como de rocío. Gatsby ojeaba, ausente, un ejemplar de la Economía de Clay, se sobresaltaba cuando los pasos de la finlandesa hacían temblar el suelo de la cocina, y de vez en cuando miraba las ventanas empañadas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes estuvieran sucediendo fuera. Se levantó por fin y, con voz insegura, me informó de que se iba a casa.

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