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V

No es maravilla el que la divina Providencia, que por completo sobrepuja al angélico y al humano entendimiento, proceda muchas veces ocultándose de nosotros, puesto que muchas veces las obras humanas, aun a los hombres mismos, ocultan su intención. Pero sí es gran maravilla cuando la ejecución del eterno consejo procede tan manifiestamente que nuestra razón lo discierne. Y por eso yo, al principio de este capítulo, puedo hablar por boca de Salomón, que en nombre de la sabiduría dice en sus Proverbios: «Oíd, porque he de hablar de grandes cosas».

Queriendo la inconmensurable bondad divina rehacer la criatura humana a semejanza suya, pues que por el pecado de prevaricación del primer hombre se había separado y desemejado de Dios, decidióse en el altísimo y unidísimo Consistorio divino de la Trinidad que el hijo de Dios bajase a la tierra a realizar este acuerdo. Y como quiera que en su venida al mundo era menester la óptima disposición, no solamente del cielo, mas de la tierra, y la mejor disposición de la tierra es siendo monarquía, es decir, que toda ella tiene un príncipe, como se ha dicho más arriba, fue ordenada por la divina Providencia al pueblo, y la ciudad que tal debía cumplir, es, a saber, la gloriosa Roma. Y como quiera que el albergue donde había de entrar el Rey celestial era menester que estuviese lo más limpio y puro, fue ordenada una santísima progenie, de la cual, tras de muchos méritos, naciese una mujer superior a todas las demás, la cual fuese aposento del Hijo de Dios; y esta progenie es la de David, de la cual nació el orgullo y honor del género humano, es, a saber,

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