Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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Las muchachas morían por bailar, y las tardes finalizaban muchas veces con un pequeño baile improvisado. Había una familia de primos cerca de Uppercross, de posición menos desahogada, que tenía en casa de los Musgrove su centro de diversiones; llegaban a cualquier hora y tocaban, bailaban o hacían lo que se presentase. Ana, que prefería el oficio de pianista a cualquier otro más activo, tocaba las contradanzas a las horas de las reuniones; sólo por esta amabilidad, los señores Musgrove apreciaban sus dotes musicales, y a menudo le dirigían estos cumplidos:
-¡Muy bien tocado, señorita Ana! ¡Muy bien tocado por cierto! ¡Bendito sea Dios, cómo vuelan esos deditos!
Así transcurrieron las tres primeras semanas. Llegó el día de san Miguel y el corazón de Ana se apresuró otra vez por Kellynch. Su hogar estaba en manos de extraños; aquellas preciosas habitaciones con todo lo que contenían, aquellas arboledas y aquellas perspectivas empezaban a pertenecer a otros ojos y a otros cuerpos... El 29 de septiembre no pudo pensar en nada más, y por la tarde recibió una grata emoción cuando María, al detenerse en el día del mes en que estaban, exclamó: