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-¿De modo que fue usted y no su hermana a quien tuvo el gusto de conocer mi hermano cuando estuvo aquí?

Ana estaba segura de que ya había pasado la edad del rubor, pero no la edad de la emoción, a juzgar por lo ocurrido.

-Puede que no haya usted oído decir que se casó -agregó la señora Croft.

Ana pudo contestar entonces como era debido; y cuando las siguientes palabras de la señora Croft aclararon de cuál señor Wentworth estaba hablando, se alegró de no haber dicho nada que no pudiese aplicarse a ambos hermanos. Al momento comprendió cuán razonable era que la señora Croft pensara y hablara de Eduardo y no de Federico, y avergonzada de su error preguntó con el debido interés cómo le iba a su antiguo vecino en su nuevo estado.

El resto de la conversación fue ya tranquilísima; hasta el momento de levantarse, en que oyó que el almirante decía a María:

-Pronto va a llegar un hermano de la señora Croft. Creo que usted ya lo conoce de nombre.

Lo interrumpió en seco el vehemente ataque de los chiquillos, que se prendieron de él como de un antiguo amigo y declararon que no se iba a marchar. El les propuso llevárselos metidos en sus bolsillos, con lo cual aumentó el alboroto y ya no hubo lugar para que el almirante acabase o se acordara de lo que había empezado a decir. Ana pudo, pues, persuadirse, en lo que cabía, de que se trataba aún del hermano en cuestión. No logró, sin embargo, llegar a tal grado de certidumbre que no estuviese ansiosa por saber si los Croft habían dicho algo más sobre el particular en la otra casa en donde habían estado antes.

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