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Ana tocaba el piano mucho mejor que una u otra de las señoritas Musgrove; pero como no tenía voz ni conocimiento del arpa, ni padres embelesados sentados delante de ella, nadie reparaba en su habilidad más que por cortesía o porque permitía descansar a los demás ejecutantes, lo que a ella no le pasaba inadvertido. Sabía que cuando tocaba a nadie daba gusto más que a sí misma; pero esto no le era nuevo, exceptuando un corto período de su vida; nunca, desde la edad de catorce años, en que perdió a su madre, había conocido la dicha de ser escuchada o alentada por una justa apreciación de verdadero gusto. En la música se había tenido que acostumbrar a sentirse sola en el mundo; y el ciego entusiasmo del señor y de la señora Musgrove por los talentos de sus hijas, con su total indiferencia hacia los de cualquier otra persona, le daba mucho más placer por la ternura que significaba, que mortificación por sí misma.

Las tertulias de la Casa Grande se engrosaban a veces con la concurrencia de otras personas. La vecindad no era muy extensa, pero todo el mundo acudía a casa de los Musgrove, y tenían más banquetes, más huéspedes y más visitantes ocasionales o invitados que ninguna otra familia. Eran los más populares.

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