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Al llegar a los peldaños por los que se bajaba hasta la playa encontraron a un caballero que se preparaba en ese momento a bajar y que cortésmente se retiró para cederles el paso. Subieron y lo dejaron atrás. Mas, al pasar, Ana observó sus ojos, que la miraron con cierta respetuosa admiración, a la cual no fue ella insensible.

Tenía muy buen aspecto: sus facciones regulares y bonitas habían recobrado la frescura de la juventud por obra del saludable aire, y sus ojos estaban muy animados. Era evidente que el caballero -su aspecto así lo demostraba- la admiraba muchísimo. El capitán Wentworth la miró en una forma que evidenciaba haber notado el hecho. Fue una rápida mirada, una brillante mirada que parecía decir: “El hombre está prendado de ti, y yo mismo, en este momento, creo ver algo de la Ana Elliot de otrora”. Después de acompañar a Luisa en su compra y pasear otro rato, regresaron a la posada, y al pasar Ana de su dormitorio al comedor, casi atropelló al mismo caballero de la playa, que salía en ese momento de un departamento contiguo. En un principio había pensado ella que era un forastero como ellos, suponiendo además que un muchacho de buena apariencia, que habían encontrado arguyendo en las dos posadas que recorrieron, debía ser su criado. El hecho de que tanto el amo como el presunto criado llevaran luto parecía corroborar la idea. Era ahora un hecho que se alojaba en la misma posada que ellos; esté segundo encuentro, pese a su brevedad, probó asimismo, por las miradas del caballero, que encontraba a Ana encantadora, y por la prontitud y propiedad de sus maneras al excusarse, que se trataba de un verdadero caballero. Representaba unos treinta años, y aunque no puede decirse que fuera hermoso, su persona era sin duda agradable. Ana comprendió que le agradaría saber de quién se trataba.

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