Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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No había herida ni sangre visibles, pero sus ojos estaban cerrados, no se escuchaba su respiración, y su semblante parecía el de un muerto. ¡Con qué horror la contemplaron todos!
El capitán Wentworth, que la había levantado, se arrodilló con ella en sus brazos, mirándola con un rostro tan pálido como el de ella, en su agonía silenciosa.
-¡Está muerta!, ¡está muerta! -gritó María abrazando a su esposo y contribuyendo con su propio horror a mantenerlo inmóvil de espanto. Enriqueta, desmayándose ante la idea de su hermana muerta, hubiera caído también al pavimento de no impedirlo Ana y el capitán Benwick, que la sostuvieron a tiempo.
-¿No hay quién pueda ayudarme? -fueron las primeras palabras del capitán Wentworth, en tono desesperado y como si hubiera perdido toda su fuerza.
-¡Acudan a él! -gritó Ana-. ¡Por el amor de Dios, acudan a él! -Dirigiéndose a Benwick-: Yo puedo sostenerla. Déjeme y vaya a él. Frótenle las manos, los miembros; aquí hay sales, tómelas usted, tómelas.
El capitán Benwick obedeció y Carlos, librándose de su esposa, acudió al mismo tiempo. Luisa fue levantada entre todos, y todo lo que Ana indicó se hizo, pero en vano. El capitán Wentworth, apoyándose contra el muro, exclamaba en la más amarga consternación: