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Pero el Mono Rey meneó la cabeza.

—Eso es imposible —contestó—. Sólo pertenecemos a este país y no podemos dejarlo. Aún no ha habido ningún Mono Alado en Kansas, y supongo que jamás lo habrá, pues no pertenecemos a ese lugar. Con mucho gusto te serviremos en lo que esté a nuestro alcance, pero no podemos cruzar el desierto. Adiós.

Y, haciendo otra reverencia, el Mono Rey extendió sus alas y se fue por la ventana con sus súbditos a la zaga.

Dorothy estuvo a punto de llorar a causa del desengaño sufrido.

—He malgastado el encanto del Gorro de Oro para nada, pues los Monos Alados no pueden ayudarme —dijo.

—Es doloroso de veras —murmuró el bondadoso Leñador.

El Espantapájaros estaba pensando de nuevo, y su cabeza se agrandaba tanto que Dorothy temió que estallara.

—Llamemos al soldado de la barba verde y pidámosle consejo —dijo al fin el hombre de paja.

Llamaron al soldado, quien entró en el Salón del Trono con gran timidez, pues mientras Oz estaba allí, jamás se le permitió que pasara de la puerta.

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