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Lo que se le escapa es que busca la angustia del Otro,
la respuesta a esa caída esencial del sujeto en su miseria final.
Lacan
Perversiones de andar por casa
Cuando hacíamos el amor, no podía evitar mirar mi mano presionando la almohada o el sofá o la superficie que fuese. Aquella mano que todavía reconozco como propia —aunque no se trata de reconocerla, sino de admitirla— y en la que, por mucho que me resistiese a mirarla, terminaba posándose mi angustia a través de mis dos ojos. En realidad, no miraba la mano, o no exactamente. Más bien, se podría decir que la mano me miraba a mí, como un memento mori ineluctable.
Me gusta llamarla la mano-muerte.
Mi gusto por los «detalles» no es algo nuevo. Podría decir que es un gusto que se nutre de una tendencia delirante —todos deliramos, no me siento especial—, enfermiza. Esta inclinación demuestra la plasticidad de mi tiempo —hago un uso erróneo del posesivo en ese circunstancial, pues aunque sea subjetivo, el tiempo es justo lo que menos me pertenece, incluso menos que mi mano—, de un tiempo, o del tiempo, que no puede evitar extenderse por el mundo. Por eso, mientras leía apostada en el diván del salón de aquella reconfortante casa, en medio de un húmedo día de octubre en que caía una fina capa de lluvia, no pude evitar oír aquel sonido prolongado y regular. Sería alguna acumulación de agua o tal vez una gota que caería sobre una superficie especialmente sonora. Pero yo no pensé, al principio, en nada de eso.