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Mi mente me había transportado, sin darme tiempo a reaccionar, a la imagen de un lugar muy lejano. Sin embargo, allí estaba, desafiando en primera fila al resto de recuerdos. La imagen que vi, incluso antes de darme cuenta de lo que estaba oyendo, era perturbadora. Aunque de eso tampoco me di cuenta inmediatamente. El apelativo «perturbadora» vino después, con la reflexión. Antes solo estaba aquella imagen mágicamente atada al sonido que después reconocí en mi entorno.

Era una imagen de la perra que tuve de niña lamiéndose incesantemente la vulva con la misma velocidad que aquellas gotas al caer.

Y yo que, al parecer, la observaba, nunca llegué a guardar un recuerdo consciente de mi propio acto de mirarla. Dicen que los recuerdos están en constante proceso de reelaboración. Que son, en cierto modo, falsos, meras invenciones. Mi recuerdo de aquella escena era —creo—, hasta ese día, inocente. Al menos, así me llegó al principio, cuando lo vi sin hacer ninguna lectura moral del asunto, en una primera visión embrutecida por la ignorancia del mal que pudiera haber allí.

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