Читать книгу Panza de burro онлайн

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Isora se quitó los tenis y metió los pies dentro del agua. Luego lo hice yo. Estaba fría, más fría que la que corría por la atarjea de abuela por la madrugada. Mien-tras nos mojábamos los pies, yo no paraba de mirar el mar. Cierra los ojos, shit, imagínate que estamos en la playa San Marcos, shit, dijo Isora. Y me vi caminando por la orillita de la arena. Como los palos y la pinocha que bajaban por el canal me golpeaban los tobillos, pensaba que eran las piedras del mar, que se estrellaban contra mi cuerpo dejándome las canillas todas matadas. Sin abrir los ojos, Isora empezó el juego: chacha, tú sabes quién es la mujer rubia esa que está entrando al agua? Sí, María, no? Sí, María la de todos, dicen que tiene dos novios a la vez. Y no tiene marido?, le pregunté apretando los párpados. Sí, me dijo Moreiva la de la curva que es un cuero y que anda todo el día buscando macho en los bares y que es una borracha. Abrí el rabillo del ojo y vi a Isora sentada sobre en canal, con los pies dentro del agua, moviéndolos en círculos. Se estaba rascando el pepe por los lados, porque siempre le picaba de afeitarse muy seguido. Se rascaba y seguía hablando: y doña Carmen le compró un colchón porque ella ni se preocupa de que los hijos no duerman por el piso. Me fijé en sus muslos, que tenían un pelo suave y largo como el de un peluche y muchos lunares. Eran brillantes, casi dorados. Dice Eulalia que la vieron estregándose con un hombre de la playa detrás de la plaza San Marcos, el día del baile magos, seguía. Deslicé los ojos desde la punta de sus dedos de los pies, gordos y con las uñas cortadas rente, clavadas en la carne, hasta llegar a su pepe, y volví a cerrarlos. Mientras ella me contaba cosas de María la de todos, tuve una imagen nítida, tan real, de nosotras dos, ya mayores, sentadas en la playa San Marcos, cogiendo sol con las piernas afeitadas y sin bigote. Yo le echaba crema a Isora en los muslos, le acariciaba la superficie de los muslos, y ella se estiraba como si fuera un gato, y los lunares se chupaban toda la crema y entonces volvía a apretar el bote amarillo de protección 30 sobre la palma de mi mano derecha y de nuevo le echaba crema sobre los muslos y en los dedos sentía los pelos enconados de sus piernas, sentía los pelos de sus muslos saliendo como cañones que empezaban a nacer de nuevo, y yo de nuevo le llenaba todos los güecos de la piel con crema y ella se reía y le brillaba el lunar de la barbilla y una vez más yo le echaba cremita, cremita por el cuello, cremita entre los dedos de los pies, cremita en los pezones y detrás de las orejas, en las pestañas, porque las pestañas de Isora eran largas como lombrices, largas y finitas y con el sol se volvían rubias, casi transparentes.

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