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El 13 de septiembre, apenas levantaron el toque de queda, mi madre salió a buscar alguna embajada abierta, con México en la mira.

México tiene una larga tradición de asilo a los perseguidos, que lo digan Trotsky y los españoles de la Guerra Civil.

La embajada estaba cerca de la Escuela Militar, pero allí un funcionario le dijo disimuladamente que «aquí no», y le recomendó ir al consulado en Providencia.

Allí, efectivamente, las puertas estaban abiertas de par en par, igual que en la embajada argentina de Plaza Italia, donde muchos decidieron asilarse finalmente, como recuerda hoy una placa puesta en el lugar.

Mi madre, mi padre y los otros colombianos entraron, muy separados para no causar sospecha, en la mexicana.

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En mi ingenuidad, siempre imaginé que entraron con una maleta. Muchos años después, mi madre me contó que sólo andaban con lo puesto.

Obviamente, una maleta hubiera llamado la atención. Una pareja andando por una calle de Santiago el 13 de septiembre de 1973, apenas levantado el toque de queda, hubiera sido una presa perfecta para una patrulla militar.

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