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Notó la boca acartonada, como si hubiera estado lamiendo suelas de zapatos impregnadas en charcos de licor. Con los ojos entreabiertos y el pelo enredado, miró a su alrededor y vio que no quedaba ninguno de los asistentes a la fiesta. Pensó que la larga conversación que tuvo con Pablo en un rincón de la casa, mientras se entrelazaban sus dedos, había sido suficiente para que se hubiera quedado con ella, pero la realidad le demostraba que no fue así. O, como mínimo, la realidad que su malestar general le mostraba en estos momentos.

Esparcidos por todo el salón había vasos de cartón, restos de comida y cajas de pizza vacías. Sobre la mesa de cristal reposaban botellas de ron, vodka y ginebra cuyos tapones habían sido usados como proyectiles y ahora descansaban como metralla sobre el suelo amaderado. La mezcla de olor a perfume, alcohol, sudor y comida típica de diferentes continentes era tan densa que se podía masticar.

Al fondo del salón, sobre la chimenea, vio que quedaba encendida una lámpara de pie que irradiaba una tenue luz cálida y, a su lado, un reloj de agujas que marcaba las cuatro y treinta y seis de la madrugada. Fue entonces cuando un momento de lucidez aceleró su pulso al no ver a su hermana pequeña. Descalza, corrió por el salón y subió las escaleras que llevaban al piso superior, retumbando en sus tímpanos los latidos de su corazón de forma ensordecedora. Aitana se había dicho a sí misma que organizaría la fiesta con la condición de que ella se encargaría del cuidado de su hermana y, si le hubiera pasado algo, nunca se lo perdonaría.

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