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Sin querer darle demasiada importancia, fue bajando los escalones, uno a uno, con los pies descalzos mientras en su mente ordenaba hipótesis, de más probable a menos, que hubieran podido provocar el apagón de la luz. En un primer momento pensó que la bombilla se podría haber fundido, recalentada por horas de incandescencia sin descanso. En la segunda opción cabía la posibilidad de que Pablo se hubiera quedado y le estuviera preparando una sorpresa para estar los dos solos. Le gustó esa segunda idea y con tono suave preguntó: «¿Pablo?». Al no obtener respuesta, bajó un par de escalones más y repitió el nombre con algo más de fuerza: «¿Pablo?».

La falta de respuesta desanimó a Aitana que, una vez abajo, se dirigió hacia las puertas francesas acristaladas que daban acceso a la terraza y a la piscina, para apagar la luz que había quedado encendida. Al acercarse, por el reflejo de los cristales le pareció ver una silueta que se movía al final de la sala, donde quedaba la cocina. El latido del corazón de Aitana volvió a acelerarse, bombeando una adrenalina que debía llegar a todas las partes de su cuerpo. Las manos le empezaron a sudar y con gesto nervioso se apartó los mechones de pelo que le caían por la cara. Apagó la luz de la terraza y poco a poco se dirigió a la cocina, donde se encontraban los analgésicos. Mentalmente se fue convenciendo de que su vista la había inducido a engaño, motivado por el alcohol ingerido durante toda la noche. Intentó burlar al miedo tarareando una canción que le proporcionara tranquilidad y que otorgara normalidad a la situación. Con pasos tímidos, llegó a la cocina y con la mano temblorosa accionó el interruptor que inmediatamente proporcionó luz a toda la estancia, relajando, de esta forma, los tensos músculos de Aitana. Se agachó para abrir el cajón de los medicamentos y al levantarse una mano con sabor a látex le impidió gritar.

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