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—Qué demonios.

La inspectora se acercó lentamente al cuerpo para observar algo que se le podría haber pasado por alto en un primer instante. Era una pequeña mancha en el pecho de la víctima que Lucía interpretó como un lunar, pero con los primeros rayos de luz el aspecto y el color cambió, dándole una apariencia distinta. Se puso los guantes para no contaminar la escena del crimen, y con delicadeza empezó a desabrochar los botones de la blusa de la joven bajo la atenta mirada de Carbonell y Vila. Al desabrochar el segundo botón, abrió la blusa y un símbolo apareció escrito con sangre y grandes letras en el pecho de la víctima: Θεμις.

Pascual Vila se tapó la nariz con un pañuelo e, inconscientemente, retrocedió un par de pasos. Lucía, todavía en cuclillas, miró a Carbonell con unos ojos que no esperaban respuesta.

—Le van los juegos —sentenció la inspectora, levantándose—. El asesino se tomó la molestia de dejar un mensaje escrito.

Carbonell dio una larga chupada al cigarro. Necesitaba sentir la nicotina entrando en sus pulmones para afrontar con la serenidad necesaria la situación. En Barcelona no eran comunes este tipo de crímenes y sabía que en unas horas la noticia correría como la pólvora por todos los medios. No tardaría en tener a Robles golpeando la puerta de su despacho o la del de Vila. Debía jugar bien sus cartas ante él y el resto de la prensa, pensó, ya que, como lobos hambrientos a los que les gotea el colmillo ante una gacela indefensa, se le tirarían al cuello si en pocos días no se daba el nombre de un sospechoso. Así funcionaba el periodismo. Necesitaban un nombre que figurase en las portadas y, si no se lo proporcionabas en el momento adecuado, empezarían a oxigenar las brasas para tildar a la policía y el Ministerio Fiscal de ávidos incompetentes, mientras se relamen en sus cómodas sillas de oficina. «Lamentablemente, así somos en este país —reflexionó—; la satisfacción nos golpea como un rayo en nuestro interior cuando vemos el fracaso en el prójimo».

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