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Carbonell se dio por aludido y Vila tomaba notas casi ininteligibles en su bloc, esperando a que Carbonell diera el primer paso para acercarse al cadáver. El cuerpo de la chica estaba bocarriba, decúbito supino, el pelo alborotado y con la pierna derecha formando ángulo de noventa grados a la altura de la rodilla. Toda la zona del vientre estaba manchada de sangre oscura y espesa, que le impregnaba la blusa abotonada. Una venda negra le cubría los ojos y en su mano derecha sostenía un consolador de color verde oliva.

—¡Joder! —farfulló Vila.

Carbonell cogió la pitillera y, haciendo cuenco con la mano para protegerse del aire, se encendió un cigarro.

—¿Quién dio el aviso?

—Un ciclista de Deliveroo que pasó por delante de la casa. Lo he interrogado yo misma. Pasó de casualidad, la vio y llamó. Me ha enseñado el justificante del pedido y no solo es correcto, sino que tiene sentido que pasara por esta ruta para entregarlo. Poco que rascar.

Las primeras luces del alba empezaban a vislumbrarse por el horizonte, otorgándole algo más de luminosidad a la escena del crimen. Y a la casa. Carbonell se fijó en los cercos morados bajo los ojos de la inspectora, que, junto a la falta de maquillaje, acentuaban el cansancio provocado por haber tenido que saltar de la cama a medianoche. No obstante, seguía conservando su atractivo y sabía, sin necesidad de preguntar, que ella también se había percatado de su mentón sin afeitar, fruto de una llamada de urgencia que lo había sacado de la cama. Carbonell quería estar en todas las escenas de los crímenes que se produjeran en el distrito que se encontraba bajo su responsabilidad, y Lucía lo sabía y cumplía, fuese la hora que fuese. En un momento, el fiscal vio que los ojos de la inspectora miraban el cadáver y se avivaban repentinamente.

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