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—¿Se fue solo?

—Sí.

Después de la última respuesta, una ligera mueca socarrona, casi imperceptible, apareció en la comisura del labio superior del abogado, que se relamía en su interior antes de formular la pregunta estrella. Aquella que, en los programas de televisión norteamericanos, la denominan la pregunta del millón de dólares. Aquella que, en este juicio, le iba a dar la victoria.

—Y, por último, señor Fuentes, ¿en el camino de vuelta a casa, se encontró usted con la víctima?

La respiración de los asistentes se paró por un momento. Esperaban, nerviosos, la respuesta del imputado. El sonido constante de las cámaras de los periodistas vaticinaba el momento crucial del juicio. Las videocámaras enfocaban en primer plano el rostro desencajado de Fabián Fuentes, que veía cómo su vida iba a cambiar para siempre después de su respuesta.

—Sí, me encontré con ella.

La sala volvió a rugir en rumores y comentarios que auguraban el final del caso y sentenciaban al culpable del asesinato. Los miembros del jurado realizaron anotaciones en sus libretas. El abogado dirigió una mueca irónica de superioridad al banquillo contrario, mientras fingía anotar algo en su cuaderno.

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