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Al cabo de un tiempo, también se aburrió de eso, pero ya había alcanzado la edad de asistir a las clases de la señorita Arya Nahali, noble herencia, para las niñas de la corte, y confiaron en que ella se iba a encargar de encarrilarla. Pero se le complicó a la maestra. La nena era realmente inquieta y tenía gustos distintos a las demás y, de por sí, estos nada tenían que ver con los que corresponden a una damita de su alcurnia. Cuando todas practicaban suaves melodías en la cítara o el tamboril, ella quería darle al gong. Cuando se esmeraban en realizar delicadas guirnaldas, ella se empecinaba en una escultura de lodo (y terminaba toda embarrada). Tampoco le complacían las figuras del baile, la mímica que acompaña la letra de una canción, como ser la descripción de cómo preparar el hogar para una festividad. Cuando todas las niñas, prolijas y en fila, afanosamente imitaban el movimiento del barrido de hojas al compás de la música, ella simulaba echar un cubo de agua, y ya consideraba que con eso la limpieza del interior del hogar estaba solucionada y que ahora podía jugar a lo que ella quisiera. Ni hablar de cocinar, insistía en que ella se iba a encargar de proveer la comida saliendo de caza con el arco y flecha y la lanza.

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