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—Bueno, yo… puedo estar sentada elegantemente y lucirme. Y las miro cómo ustedes bailan.

—Yo no puedo bailar con semejante zocotroco, se me cae todo.

—Tenés que sujetarlo bien.

—Para sujetar eso necesito unos garfios.

—Las ponés en un florero, entonces.

—Profe, la flor esta se marchita de nada. Voy a pasar más tiempo cambiándola que lo que la veo.

—Bueno, si nada te gusta, ¡¿me podés decir para qué la cultivamos, entonces?!

—Eso es lo que yo me pregunto.

Irritada, la profe plantó a la nena delante de los padres y les dijo:

—Su hija es rara. Contraten ayuda profesional.

Y les recomendó un sabio hechicero. Apareció el hombre con sus pergaminos y sus pócimas, habló con la princesa y habló con los progenitores. Ellos primero no querían hablar mucho, preferían que él lo solucionara rápido sin que ellos tuvieran que involucrarse, pero después le tomaron el gusto a estar recostados en largas sesiones de diván. Parecía que se habían olvidado de por qué los habían citado y más bien revisaban sus vidas personales y los karmas heredados de sus ancestros. Pronto el mago se percató de que allí nada iba a cambiar, porque la princesa era terca y no quería entender que estaba equivocada y porque los padres estaban más enfocados en contar que en cambiar las cosas. También se dio cuenta de que en realidad eso le venía de maravillas, era una mina de oro constante y sonante. Y, por las dudas, para que nadie se avivara y cortara el caudal, recetó unos polvos mágicos para adormecer a toda la corte. Hacía el pedido a la herboristería, y unos monitos repartidores, que recorrían la ciudad en monopatín provistos de canastos, se encargaban de entregarlo.

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