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La princesa Naisha, la misericordiosa, esperó a que se fuera para hacerle burla.

—Ay, sí, cómo no. Si fueran tan súper, no estarías todo el tiempo con esa cara de resentida.

Pero algo le quedó. Porque era inteligente y sabía discernir que lo importante no era el mensajero, con los motivos que tuviera, sino el mensaje. Y ese le pareció válido.

No se iba a poner a cultivar hortensias, eso se lo dejaría a la señorita Nahali, noble herencia, porque parece que era lo único que la sostenía en la vida, no sería tan mezquina de quitárselo. Pero podía buscar su propio estilo de pasatiempo. Ni lerda ni perezosa, ahora que tenía una meta, montó un pequeño taller al lado de su cuarto y ahí empezó a imaginar y a elaborar. Primero, volvió a lo más simple, lo que le gustaba: las esculturas de fango, y eso le hizo bien porque le permitió descargar tensiones. Realizó pequeñas vasijas y estatuillas y, cuando sintió que había alcanzado cierto grado de destreza, se animó a proyectos mayores. Utilizando como base armazones de metal, formó diversas figuras combinadas de arcilla y papel. Moldeó animales, personas y dioses, los pintó con barnices y esmaltes de colores brillantes, los vistió con trajes de raso y brocado labrado, los adornó con accesorios y joyería y los ubicó por grupos de interés. De ahí a escribirles un texto para que recitaran o dialogaran hubo solo un paso. Armó una estructura de escenario y desarrolló un mecanismo con roldanas y tarimas móviles sobre rodillos, diseñó una escenografía con telones de paisajes varios, sumó una música mecánica y situó a sus artistas en escena. Las figuras rotaban, se inclinaban, giraban, iban y venían, declamaban ardientes poesías y feroces contiendas verbales en la dulce voz de la princesa. Había de todo: romances trágicos, batallas épicas, burdos patanes hilarantes y dioses metiches.

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