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Pero un día la princesa despertó antes que los demás y, medio adormilada, se puso a caminar. Recorrió los largos pasillos con adornos de elefantes, las salas con tapices, los salones con columnas de oro y los jardines con pavos reales y, cuando se quiso acordar, había atravesado la reja labrada y estaba fuera del palacio. Ahí descubrió que la realidad era distinta a lo que mostraban los espejos. Primero, que ninguna fantasía puede transmitir la sensación del calorcito del sol en la piel ni la frescura de la brisa al aire libre. Tampoco los aromas a especias en el mercado ni el burbujeante bullicio de la gente. Ni que los elefantes de verdad apestan como mil demonios, pero dan besos tiernos con la trompa. Vio que las mujeres no eran todas princesas y al héroe guapo no lo acompañaba el amigo torpe y feo. Los diálogos no eran ajustados, sino que incluían mucha charla intrascendente, y las tramas no se resolvían de forma satisfactoria en hora y media. Y, sobre todo, que los peligros existen en serio y le caen a uno en forma aleatoria y no de acuerdo con un argumento. Así, a ella, sumida en el desconcierto, casi la atropella un carro. La rescató a último momento un muchacho, que la tomó del brazo y la puso a salvo. Retornó al palacio tiritando de miedo y se refugió en su cuarto y en su lecho con baldaquino pensando en no volver a salir nunca más.

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