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Cuando surgió la necesidad de un nuevo rey para Israel, Dios tenía un hombre en mente: “Llena tu cuerno de aceite, y ven, te enviaré a Isaí de Belén, porque de sus hijos me he provisto de rey” (1 Sam. 16:1). Luego de haber observado a todos los hermanos, el joven David fue traído ante el profeta, y el Señor le dijo a Samuel: “Levántate y úngelo, porque éste es” (vers. 12).

Ester, una mujer cuya vida es caracterizada por un momento especial de coraje, era la persona correcta en el lugar correcto en el momento correcto: “Porque si callas absolutamente en este tiempo, respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos; mas tú y la casa de tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?” (Est. 4:14).

Aun antes de que Juan el Bautista fuera concebido, ya tenía un destino especial. Los detalles de su vida estaban claros en la mente de Dios, incluyendo su sexo, nombre, hábitos de alimentación, y por sobre todo, su misión en la vida:

“Tu mujer Elisabet te dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento; porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre. Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos. E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Luc. 1:13-17).

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