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Los suicidios

Todo suicidio deja una huella terrible. A la congoja propia de la muerte se le suman interrogantes irresolubles, un halo gelatinoso de culpa extendido alrededor y no poco enfado con el suicidado.

A mí me ha rozado dos veces. Una fue Jorge, el mejor amigo en una época lejana de mi infancia, que en plena adolescencia decidió saltar desde su ventana en el sexto piso de la calle Magallanes de Madrid. Parte de su familia militaba en el Opus Dei. Me estoy acordando -ahora que escribo esto- cómo Jorge y yo participamos juntos en un concurso de disfraces. Ganamos un premio. Jorge se había pintado todo el cuerpo con un corcho ahumado y yo lo arrastraba encadenado. Lo tenía olvidado, pero sé que existe una foto de aquello (coherentemente, en blanco y negro) en la casa de mi madre. Me horroriza ahora darme cuenta de cómo la imagen del negrero estaba incorporada con total naturalidad y frivolizada en el imaginario de nuestra infancia -como la de los vikingos o los piratas-.

Conservo también otro recuerdo infantil del revuelo que se armó cuando encontraron ahorcado en un árbol a uno de los empleados de la residencia en Mahón donde pasé un verano familiar.

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