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Fueron asimismo dominicos teólogos de la talla de Tomás de Aquino, Alberto Magno, Meister Eckhart o Vicente Ferrer (es un santo valenciano del siglo XV; aunque se llame igual nada tiene que ver con el Vicente Ferrer conocido por su fundación y su trabajo en la India -ése fue un jesuita criado en el Raval de Barcelona que murió hace pocos años-).

Durante el tiempo que he vivido en África -ya más de doce años- he conocido a bastantes misioneros. Monjas, sobre todo. Entre los varones tuve trato cercano con jesuitas, salesianos o claretianos, pero no con dominicos. Miento; tal vez el Padre Pepe lo sea (o escolapio, ahora no estoy seguro -le tengo que preguntar-). Sea de la orden que sea, Pepe es un tipo alto y desgarbado que debe fumar tres cajetillas al día y tiene la infrecuente virtud de decir claramente a quien sea lo que piensa. Alguien valiente y dedicado. La clase de misionero que me provoca una franca simpatía.

Pienso ahora en América. En agosto de 1992 me alojé unos días en la Posada de Santo Domingo, en Antigua Guatemala. La habían inaugurado aquella semana. Un hotel de lujo construido aprovechando los restos del viejo convento dominico (uno de los mayores que hubo en América hasta que un terremoto lo echó abajo en 1773).

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