Читать книгу Cada quién su cuento онлайн

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Los sábados, mientras mis amigos desayunaban sus wafles and bacon y jugaban horas en el Xbox; a mí me tocaba ayudarte. Como buen morrito, la verdad no entendía por qué no podía quedarme en casa como ellos. Al final era sólo un niño que poco, o nada, podía hacer.

Antes de llegar a esas casonas, que olían a rancio, ya me temblaban las piernas porque sabía que tendría que traducir cada palabra que los patrones te decían. Que si querían que limpiaras las vents o los baseboards; ¡Juro que me esforzaba Amá! pero cómo se suponía que supiera esas palabras si no teníamos nada de eso en nuestro cuarto alquilado. Empezaba repitiendo las palabras modificándolas al español, a ver si de milagro me entendías: “Que limpies las ventas Amá”. Me mirabas totalmente desconcertada mientras yo lo repetía una vez más “Las ventas, Amá”.

La señora de la casa sacudía los dedos impacientemente y me urgía a continuar con la lista. Mi siguiente paso era señalar las cosas, así, insistentemente yo apuntaba a los cuadritos en la pared de donde salía el aire frío, hasta que decías aliviada: “¡Ah! ¡Las ventilas!”. Así seguía la tortura para ambos, hasta que, cuando por fin terminaba de traducir la enorme lista de pendientes, simplemente decías –gracias mijo– y me mandabas a esperar afuera.

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