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de los pagos del Tucumán,

en el Aconquija viene clareando

vidita, nunca te he de olvidar.

Viditay, triste está

suspirando mi corazón,

y con el pañuelo te voy diciendo

paloma, vidita, adiós, adiós.

cabeza de chancho

Lo tiraron por una ventana de la FOTIA, era Atilio Sandoval que explotaba sobre la vereda de calle General Paz. Una noche caliente, una noche tucumana con luna como queso y en los techos ventiladores y gatos, según el lado de donde se mirara; y aunque ya el bochorno cedía a los vientos refrescantes del otoño, en esa noche, nada menos, Sandoval, que no se rendía, le hacía frente a la muerte y se la ponía como un poncho.

Era el 23 de marzo de 1976 y cambiaba todo para siempre.

Lo mataban, y así, muerto contra el suelo, convertido en una cosa, Berta miró su cabeza aplastada, y antes de que la sangre trajera olor de matadero, ella, que bien lo conocía, hizo lo que todos los que estaban allí: hizo como que no lo había visto, se acomodó una cara de nada sobre el rostro, y cruzó la plaza. Al frente, la estatua de Hipólito Yrigoyen, con su traje sin bolsillos, porque era el presidente que nunca había robado, de espaldas al Palacio de Justicia, miraba hacia otra parte, como ella, que en ese instante se prometía que lo haría a perpetuidad.

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