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Atilio Sandoval ya no se ofendería ni lo juzgaría un acto de traición. Había perdido, lo habían reventado como tantas veces se lo habían jurado, y así, volado Sandoval por una ventana de la FOTIA, se había ido de Tucumán, de los ideales de justicia social, de los sentimientos de Berta, de sus abrazos, de su cuerpo sentado en esa misma vereda escuchándolo hablar a las multitudes, desde ese mismo balcón. Sí, Atilio tenía debilidad por el balcón, porque era peronista hasta los huesos.

Miraría para siempre hacia otro lado, y eso ya no iba a importar porque él no estaría para juzgar su falta de coherencia o de huevos, como a veces le imprecaba; aunque Sandoval, como nadie, sabía que ella era toda una mujer.

—Me cago en la historia que lo parió —dijo por lo bajo.

No era el modo de despedirlo, no eran las palabras finales que hubieran correspondido a semejante historia de amor.

Enojada, indignada contra ese poco de hombre que quedaba en la vereda, de haber podido lo habría atacado a patadas y le habría dado golpes de puño, golpes de hombre, que le propinaría en la cara mientras preguntaría:

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